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Pregón de

Don Juan

Pérez

Arcas

SR. PRESIDENTE Y DEMÁS DIRECTIVOS DE LA HERMANDAD DE LA VIRGEN DE LA CABEZA, SRES. PRESIDENTES Y DIRECTIVOS DE LAS COMPARSAS DE MOROS Y CRISTIANOS, SUS MAJESTADES LOS REYES MOROS Y CRISTIANOS, LOS ENTRANTES Y LOS SALIENTES, QUERIDA ASUNCION TORRES, COORDINADORA DE ESTA YA TAN FAMOSA CELEBRACIÓN. PAISANOS Y AMIGOS TODOS.

 

Dentro de unos meses, cuando llegue San Agustín, harán ya 21 años del homenaje que me ofrecierais poniéndole mi nombre a la avenida más amplia y prometedora del pueblo. Como tantas veces he repetido, fue aquella una de las mas grandes satisfacciones que jamás habíamos soñado sentir: aquel día, mi pueblo y yo, y mi mujer conmigo, que Loly participa con la misma intensidad que yo mismo en cuantas satisfacciones Dios ha querido darnos a través de esta tierra; aquel día, digo, sellamos un pacto de afecto entrañable que me complace proclamar aquí esta noche, en este escenario asombroso, ante el colorido espectacular de las vestimentas de las comparsas; ante la belleza de las reinas y de tantas y tantas muchachas de este pueblo, que todas son reinas en galanura y distinción, en garbo y estilo; ante el empuje generoso y ejemplar de nuestra juventud, principal artífice del esplendor de estas fiestas que hoy comienzan; ante la Virgen de la Cabeza, que desde su torre nos mira complacida, ansiosa ya de estar estos días entre nosotros. Me complace proclamar aquí -repito- que unos y otros hemos sido fieles a aquel compromiso de afecto de hace ya casi 21 años. Muchos cambios se han producido, naturalmente,  a  lo  largo  de  estos años, en la vida de nuestro pueblo, y aquellas oportunidades que llenaron mis manos de posibilidades que ofrecer a los jóvenes de entonces, se fueron desvaneciendo. Y, sin embargo, yo he podido comprobar que conservaba íntegro vuestro   afecto.

 

Por eso quiero hablaros esta noche como en familia, que es lo que somos, la gran familia del pueblo de Cúllar. Estamos en el hogar, ante la chimenea de nuestra amistad, removiendo en el rescoldo de nuestros corazones, y yo quiero añadir todavía alguna leña al fuego de nuestro afecto. Porque no sólo habéis cumplido aquel compromiso, y vuestros legítimos representantes, a través de los sucesivos ayuntamientos, han querido conservar mi nombre en la misma avenida del pueblo, sino que esta noche la Hermandad de la Virgen de la Cabeza y las comparsas de moros y cristianos me ofrecen esta gratísima oportunidad  de compartir con vosotros el pan y la sal de la amistad.

 

Agradezco mucho a la Hermandad de la Virgen de la Cabeza la distinción que me otorga, como lo hiciera con mi mujer, hace ya más de 20 años, ofreciéndole el título de hermana mayor. Como asimismo agradezco de todo corazón a las comparsas de moros y cristianos que nos integren formalmente en sus huestes.

La verdad es que siempre quisimos sentirnos integrados en unos y otros. Y, si alguna vez me decidiera a vestirme en estas fiestas, tendría que hacerlo como hace Asun Torres, con un traje mitad moro mitad cristiano.

 

A Asun Torres, que siempre dice cosas de mi que a mis años todavía consiguen sonrojarme, y a cuantos habéis participado en la adopción de esta decisión, quiero deciros ante el pueblo entero que estoy muy orgulloso de ser el pregonero de estas fiestas, entre otras tantas razones, muy destacadamente, porque se me ha concedido el honor de ocupar esta tribuna justamente detrás de Gregorio Salvador, el más ilustre de nuestros paisanos y a quien el pueblo ha rendido tan merecido homenaje poniéndole su nombre a la plaza en la que nació. Estoy encantado de ser el segundo pregonero de estas fiestas jóvenes y pujantes, tan briosamente renovadas a la vez que enraizadas en las más puras tradiciones de Cúllar e indiscutiblemente orientadas, faltaría más, hacia quien es y ha de ser siempre su principal protagonista: la Virgen de la Cabeza, a la que jamás abandonaron los cullarenses ni ella quiso faltar a la cita con su pueblo cada último fin de semana de abril, como  no faltó jamás a su compromiso de amor para con todos nosotros. Confesemos la verdad ahora que estamos aquí juntos, removiendo las ascuas de nuestra amistad. Pocas familias habrá en este pueblo que no le deban algo a la Virgen de la Cabeza; algunos, a lo mejor, ni ellos mismos lo saben. Yo le debo tanto. Yo, que he subido la Cuesta del Machero de la mano de mi madre en busca de ayuda en los exámenes de mayo, y que recuerdo vagamente ¡hace tanto tiempo! pero emocionadamente, la imagen joven de mi padre disparando cohetes para anunciar la vuelta de la Virgen tras casi tres años de forzada y dolorosa ausencia. A través de su recuerdo proclamo esta noche mi deuda de amor a esta Virgen tan pequeña y tan guapa, que vive alejada pero vigilante, atenta a las necesidades de nuestro pueblo, que nos visita una vez al año, que empuja las nubes, que provoca las lluvias y hasta las nieves cuando nuestros campos las necesitan, aunque ella misma se empape; que alguna vez se complace en detenerlas para que no desluzcan tan brillantes desfiles. Esa Virgen, tan chica y tan guapa, que nos ofrece cada día, desde la grandeza del misterio de su maternidad, el milagro de su amor, que constituye nuestro mayor amparo.

 

Venid cumpliendo conmigo, paisanos, de manera ejemplar, aquel com­ promiso de afecto sellado hace más de 20 años al que yo he procurado responder también con todas mis fuerzas. Me despedí aquel día memorable con estos versos populares que hoy os quiero recordar:

 

Aunque me voy no me voy,

Aunque me voy no me ausento,

Aunque me voy de palabra,

me quedo de pensamiento.

 

Porque en eso, amigos, sabéis que cumplí escrupulosamente: me fui por los caminos del mundo, pero siempre estuve aquí entre vosotros. Por eso sé tanto de la emigración, porque, aunque he sido un emigrante privilegiado y no tengo derecho a compararme con los que la han padecido en todos sus inconvenientes en la dureza del trabajo en las minas de Bélgica o en las fábricas alemanas, en la hostilidad del clima o de las costumbres, en la difi­ cultad del idioma hay algo que si he compartido con todos los emigrantes de mi tierra, que en eso si fuimos todos iguales, en el dolor de la distancia.

Yo creo en la buena gente de mi pueblo. En los que todavía arrancan el esparto al pintar el día; en los que amasan el pan cada noche; en los que labran la tierra; en los comerciantes y empleados; en los industriales, capaces de crear empresas de envergadura; en los que aún emigran  a la vendimia o a los pinos o a los hoteles de la Costa Brava. En los profesionales de todo tipo y condición. Yo creo también, como no, en los mayores. Ya soy uno de ellos. Ya formo parte, como muchos de los que esta noche me hacéis el honor de escucharme, de los que hemos enfilado el último tramo de nuestro camino.

 

No tengáis miedo, no hay lugar al desasosiego, porque no creo que nadie se atreva, ni ahora ni nunca, ni los unos ni los otros, a negarle el pan y la sal a sus mayores, a cuyo mimo y cuidado la sociedad entera está obligada por exigencia misma de su propia dignidad. Pero, en todo caso, amigos que me escucháis que ya habéis enfilado, como yo, el último tramo de nuestra existencia, que caminamos por el otoño de nuestras vidas, sabed que el poeta, el gran poeta S. Juan de la Cruz, nos ha dejado escrita esta frase estremecedora, pero al tiempo tan hermosa y esperanzada: «Al caer la tarde seréis examinados de amor». Y las tardes soleadas del otoño cullarense son limpias y suaves, y cuando el sol se va, río abajo, más allá del Puente de la Carrera, se produce el milagro de unas puestas de sol asombrosas. Pero, además, detrás de cada ocaso se adivina un amanecer. Detrás de cada otoño, de cada invierno, hay una primavera, una primavera vigorosa que alienta nuestra esperanza, que encierra una resurrección. Y yo creo en la primavera. Yo creo en los jóvenes de mi pueblo. Yo creo en ellos porque son la gran esperanza, porque han sido capaces de poner en pie unas celebraciones como las que se inician hoy y de protagonizarlas casi íntegramente; porque son capaces también, como he podido comprobar emocionado estos días de Semana Santa, de ayudar al Cristo a hacer su camino del calvario por las calles de Cúllar; porque hay que esperar de ellos, como de todos los jóvenes de los pueblos de España, el empuje indispensable para encarrilar al país por caminos de prosperidad, de justicia y libertad. Yo creo en mi pueblo. Me gusta, además, como está dispuesto, me gusta que el cura esté en su iglesia; el alcalde, en su ayuntamiento; cerca, pero cada uno en su sitio. San Agustín en su ermita, que no viene por aquí nada más que cuando hay baile: será porque fue tan fiestero de joven, aunque tuvo tiempo para convertirse luego en uno de los más grandes sabios que ha tenido la Iglesia y en cullarense de honor, a quien su pueblo alaba cantando cada año un himno, cuya música escribió nada menos que Beethoven. La Virgen de la Cabeza, nuestra Virgen de la Cabeza, tiene su sitio exacto, porque nuestro pueblo se extiende cara al sol desde el Olivar a la Olivica, y no hay un rincón desde el que asomándose a un balcón o a una ventana o una plazoleta, no pueda uno saludarla cada mañana para decirle: Dios te salve, María de la Cabeza. A mí me gusta mi pueblo, en sus límites del casco y en sus límites del término, desde la Sierra de Orce hasta los Llanos de Mazarra, desde la Sierra de Lúcar a la Cuesta de la Mancha. Y yo creo en las gentes de mi pueblo. Por eso, cuando pude, cuando Dios quiso que mis manos se llenaran, yo se las tendí a los jóvenes de entonces y a cuantos a mi se acercaron. Hoy, que tengo las manos vacías, os ofrezco lo que puedo: mi palabra agradecida, el testimonio de mi afecto, la seguridad de mi lealtad, la alegría de mi otoño, que cree en los atardeceres de Cúllar, que no quiere temer al anochecer porque sus puestas de sol son tan hermosas como hermoso es el amor. Pero, sobre todo, porque no hay atardecer sin esperanza.

 

Quizás por eso también quiero terminar este pregón, como hiciera en aquella memorable ocasión  del homenaje que me  brindasteis  hace ya más de 20 años, recurriendo a unos versos. Entonces lo hice valiéndome de los que antes he recordado y que hablan de la nostalgia de la ausencia. Hoy me valgo, tambien, de una letrilla popular, de los versos de un fandango que los aficionados  al  cante  seguramente  reconoceréis.

 

Os los dedico con todo cariño. Son, al tiempo, la expresión de una cierta nostalgia y un canto a la esperanza. Dicen así:

 

Tengo las manos vacías

de tanto dar sin tener.

Tengo las manos vacías.

Pero, si otra vez tendría,

 otra vez me pasaría.

Es mi manera de ser.

 

 

Muchas gracias.

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